Acompañado de Alberto, un instructor que al saludarle le invita “a vivir una experiencia inolvidable”, Javier se sube al coche. “No me lo puedo creer, 12 años después y otra vez aquí en el asiento del piloto conduciendo un vehículo, increíble”. Llega entonces el momento de repasar los conceptos. Para conducir, Javier se guiará a través de las palabras de Alberto, que le dará indicaciones numéricas en forma de agujas del reloj para que sepa hacia dónde girar el volante y con qué intensidad. Por ejemplo, ‘en punto’ significa enderezar el volante y ponerlo recto.
Los primeros minutos no son fáciles. Javier tiene que acostumbrarse a las indicaciones y rebajar la tensión y los nervios. Para Alberto, su acompañante, conducir sin poder ver tiene mucho mérito: “a primera hora de la mañana he dado un par de vueltas con una venda en los ojos y ha sido agobiante, me han dado ganas de quitármela porque me parecía imposible conducir así”.
Poco a poco Javier lo va consiguiendo y comienza a soltarse. En la recta del circuito, incluso se atreve a apretar el acelerador y gritar a los cuatro vientos “¡siento la velocidad en la espalda!”. Se nota que ya está disfrutando y que a su memoria vienen los miles de kilómetros acumulados antes de perder la visión. “Conduje por todo lo ancho y largo de este mundo, por todos los continentes”, recuerda.
Después de dos vueltas al circuito, es hora de regresar a boxes. “¡Eres un crack!”, le espeta un admirado Alberto. Javier sonríe y, todavía sin bajar del coche, confiesa que tiene ganas de repetir. Ambos se funden en un abrazo sincero mientras Javier bromea que ahora incluso se atrevería “con un helicóptero”. Nuestro protagonista se marcha, agradecido y contento por lo vivido mientras asegura que ésta “ha sido una de las mejores experiencias de mi vida, un sueño hecho realidad”.