Eran las nueve de la mañana y, como cualquier otro día, Nikki Jeffreys, se dirigía al trabajo tras dejar a sus hijos al colegio en Swindon, en el suroeste de Inglaterra. El tráfico era normal, no muy denso, cuando de repente su coche, un SEAT Altea, que circulaba a unos 100 kilómetros por hora, chocó contra otro vehículo que había perdido el control. “Me vi en la cuneta con cuatro o cinco personas alrededor mío diciendo que no me moviera. Podía sentir mis pies, mis manos, así que pensé que no me había pasado nada grave, pero me dolía todo, lo veía todo borroso y estaba muy confusa…”, narra recordando uno de los momentos más impactantes de su vida.
Su marido, Glen, precisamente circulaba en su vehículo a unos kilómetros atrás de la carretera donde sucedió el accidente. Ante el temor de que su mujer podía estar involucrada, intentó llamarla varias veces al móvil, pero no recibía respuesta. Consiguió acercarse al lugar de los hechos y finalmente vio el coche de su mujer completamente destrozado. “Cuando vi la cara de mi marido fue cuando me di cuenta de que realmente estaba grave. Su cara lo delataba”, recuerda emocionada entre lágrimas.